Los mods nunca mueren. No, quiero decir: nunca mueren, de veras. No era un slogan propagandístico de permanencia subcultural. Cada uno de ellos parece exento de la muerte, casi como el Gnossos Pappadopoulis de la novela "Been down so long it looks like up to me" de Richard Fariña.
Los mods son inmortales, quizás por la razón que explica Gnossos: "Se me ha otorgado la inmunidad porque nunca pierdo mi cool". Es chocante ver a mods danzando al alba, frescos y radiantes tras 36 horas despiertos como búhos y moviendo el esqueleto, especialmente cuando algunos rozan la cuarentena. Tiene que ser gracias al cool. La prueba la tienen en el Festival EuroYeYé, la farra mod-neosixties que se celebró del 1 al 5 de agosto en Gijón. Cuando tipos que pasan seis días al borde de la inanición y más allá de la intoxicación tienen esa pinta de salud... O sea, alguien debería revisar las teorías del envejecimiento.
Los squares del mundo que dejaron de salir de noche tras la boda sufren descomposición facial y alopecia universal, mientras los que viven en el lado salvaje de la existencia mantienen la vejez a raya. Pues los mods son fetos (con perdón) sumergidos, no en formol, sino en vasos de gin tonic y discos de soul raro. Vampiros hedonistas que viven sólo para el ritmo y la velocidad, y que se retiran a sus camas chasqueando los dedos cuando el resto del mundo abre las pestañas. Los mods, como las ratas, nos sobrevivirán. ¿No es maravilloso? Veo un nuevo mundo, que decía Joe Meek.
Pero antes de hablar del EuroYeYé, un apunte histórico: Los mods de los 60's, como fenómeno, eran el "White Negro" del que hablaba Norman Mailer en el ensayo del mismo nombre, el equivalente inglés y blanco del hipster negro americano. Los mods, en cuanto a subcultura de clase obrera de posguerra, nacieron tras los teddy boys, pero compartían poco con éstos. En lugar de tradicionalismo, exhibicionismo tribal, rock'n'roll y violencia, los mods proponían exquisita anonimidad urbana, amor por la más avanzada música negra (y por la negritud, en general) y una completa rebeldía basada en construir mundos secretos, en lugar de mostrarle burdamente el dedo corazón al sistema.
Uno puede imaginarse a los primeros adolescentes mods de inicios de los 60's como un germen, como los niños de "El pueblo de los malditos", un virus teenager dedicado en cuerpo y alma a sus obsesiones y ritos de autoafirmación, negando con trajeada virulencia las convenciones de MundoAdulto y el camino de la procreación.
Como casi todo el mundo sabe, el estilo de los mods acabaría (deformado y descontextualizado) dominando el mundo, sus grupos favoritos conquistando las listas -fueron los primeros en seguir a Rolling Stones y Who- y la masificación gang-osa de lo mod partiéndose los morros contra los rockers en las playas de Margate y Brighton. Un semifinal algo chusco, la verdad, para la subcultura elegante por excelencia.
Obviando la teoría que propone que el equivalente actual de los mods sería cualquier culto underground que amase los trapitos y escuchase la ultimísima música negra (¿Grime, hip hop, dubstep?), otro sector se decanta por rememorar la década en que aquellos nacieron y sus rituales nocturnos con fascinante testarudez. Y de ahí surge el Festival EuroYeYé. Un evento que es una inaudita celebración retro del estilo sixties y la gloriosa música que emergió de aquellos años. Una intensa fiesta de lo mod mutado en culto de fiel revisitación sesentas, como una insólita evolución-involución del movimiento que continúa en activo hasta hoy.
En el YeYé, por supuesto, todo encaja de forma milimétrica, y nada se escapa del apabullante influjo sixties que domina cada uno de los días. Grupos, motos, pantalones, sonidos, peinados, películas... Todo es cosecha 1964-69, llevada hasta un punto de completa demencia perfeccionista; algún día tengo que ir vestido de Ali G, a ver qué pasa. Pero en serio: Los mods bailan y hablan durante cinco días, y las dos cosas las hacen con el fanatismo rayano en la locura del obsesivo. Nada es más importante, nada más interesa. Discutiendo de discos extraños, planeando acciones futuras, camisas por venir, o entrelazando sus piernas en la pista a ritmo de furibundo freakbeat y R&B, el asistente al Ye-Ye tiene en sus ojos el brillo acuoso e ido de la yijad sixties.
Esta concentración de fanatismo sin parangón viene celebrándose desde hace doce años. Fue en 1995 cuando los tres organizadores soltaron al mundo su primera edición, y en 1998 cuando se añadieron al triunvirato los Untouchables, la sociedad mod londinense. Desde entonces han pasado por sus escenarios grupos míticos de los sesenta como The Action, John's Children o Downliners Sect (en diverso estado de conservación) artistas negros tan selectos como Reuben Wilson, Grant Green o la esplendorosa vocalista P.P. Arnold, así como grupos de garaje o R&B actuales, siempre en la línea inmutable del EuroYe-Yé. Este 2007, sin ir más lejos, el YeYé rescataba a Máquina!, el gran grupo catalán de psicodelia progresiva de los sesenta, y también a The Crazy World of Arthur Brown, la banda -bastante One-Hit Wonder- que firmó el célebre "Fire", y cuyo cantante salía a escena con un bizarro casco flamígero (un acto que repitió con desigual efecto en el YeYé, ahora que recuerdo).
La música es la reina en el festival, el centro de la atención, y los rarísimos singles que se pinchan en sus dos pistas -divididas en sonidos negros y blancos- los que despiertan los Aaaahs, Oooohs y Yeeeepas. Y los DJs que los seleccionan también, por supuesto; para la edición actual, un plantel que contaba con el fundador de las pioneras noches northern soul del londinense 100 Club, Ady Croasdell. Un señor tan mítico y con la maleta tan llena de acetatos y vinilos jamás publicados que el resto de mortales solo podemos escuchar y gimotear alrededor de su cabina cada vez que pincha.
Pero todo esto a la prensa local no le importa especialmente. No, lo que enloquece a reporteros y curiosos durante los días del festival son las Vespas y Lambrettas. Esos pasteles de boda con ruedas, esos muebles rococó móviles, esas catedrales churriguerescas que mods y scooteristas montan con orgullo de caballeros medievales por las calles de Gijón, provocando coronarias y accidentes de tráfico. La Scootercruzada (así se llama la concentración de scooters del YeYé; los organizadores tienen sentido del humor) ofrece exhibiciones, competiciones variadas y salidas a pueblos colindantes para todos los amantes de los "secadores de pelo" (como, recuerden, se las denominaba peyorativamente en el film Quadrophenia). También reparte premios a -entre otros- Mejor Lambretta, Mejor Vespa, Scooter Más Lejana, McGyver (la más llena de marranaditas y gadgets) y Scutre (sobran palabras).
Al final, tras tanto danzar, tanto chicle, tanto parloteo y tanto ir de arriba para abajo en motocicleta, los exhaustos EuroYeYeros dejan obligatoriamente tras de sí y en sus propios cuerpos -como apuntó uno de los poetas beodos e insomnes que suelen poblar el festival- "una catedral de escombros". Pero ya lo dijimos: escombros cesáreos y elegantemente bien conservados. Y que sea por toda la inmortalidad.
Kiko Amat